Fue en el sur donde aprendí a defenderme, en una tierra llena de matices y de olores, fue en el sur donde los palos llegaban a mi carne. Un sur definido por lo tropical, por lo caribe.

En ese sur aprendí que no existían sólo sistemas de lucha asiáticos, y que cada cultura responde de diversas formas a la necesidad de la defensa. Aprendí que la protección de la integridad física se soporta en la espera, y esa espera respira y late en las visceras sintiendo la rabia o el miedo a lo que se avecina.
El juego de garrote venezolano fue el terreno que cultivé después de practicar durante años diversos sistemas marciales; los conocimientos digeridos durante años por la práctica de esos sistemas y deportes se conjugan en mi cuerpo.
Ese cuerpo se transforma cada año, ya no es el mismo que hace 20 años atrás cuando inicié el aprendizaje del garrote como método de defensa o duelo.
Cuerpo y mirada son ahora los cimientos de una corporalidad que cree en el otro, en el respeto, en el apoyo mutuo, en la corresponsabilidad como seres humanos.
Pero lo mutuo se sustenta en lo común, y ese común tiene una abanico de posibilidades.
En algunos momentos lo común puede ser dignificante y en otros denigrante; esta relación define lo contradictorio que portamos en nuestro ser.
El palo tiene la última palabra, es él quien quema la carne, blandido por Santos o Demonios.
Dolor, disciplina y transformación
Ciertamente creo que cada ser humano se construye a sí mismo, acompañado por supuesto de otros hombres y mujeres que le aportan de diversas maneras en su proceso de vida.
La construcción es un proceso que se origina desde la capacidad de destruirse, lo cuantitativo y cualitativo que somos se complementa; mi experiencia concede permisos para el error, equivocarse es fundamental en el proceso de aprendizaje que se traduce en construcción, ensamblaje de lo que somos y queremos ser.
Comprender nuestras propias carencias nos permite definir la disciplina que necesitamos para crearnos.
En el juego de garrote encontré, que, el dolor que causa el palo al acertar en la carne como golpe, transformaba mi relación con el espacio, con el otro que echa el golpe y con el universo de emociones que se agitan en el interior de mis entrañas.
El dolor se vinculaba poco a poco al gusto por: quitarse un palo en limpio; ejecución que se logra presentar luego de muchas horas de disciplina. El respeto entre el palo y quien lo empuña. Pero sobre todo, respeto por esa voluntad que se va levantando poco a poco en uno mismo cada vez que pasas al registro de esos palos que zumban buscando quemar la piel.
Cuerpos que se ceden para aprender
Una de las características que se podría decir que define al palo venezolano es su forma de enseñanza, la cual varía según cada patio y jugador que toma la delicada responsabilidad de enseñar, pero que a su vez mantiene el pilar de: “no enseñe sin amistad”, este precepto guarda la intimidad que implica el aprendizaje. Intimidad que se establece con el tiempo y con la capacidad de comprender que los palos que llegan al cuerpo echados recio y con puntería, son el método para garantizar con los años una voluntad y corporalidad defensiva.
La intimidad de este proceso de aprendizaje se origina en el trabajo con las armas, el palo o garrote son el arma noble del juego, el palo es realmente el maestro. Luego esta el juego que mata que es el trabajo con el cuchillo, juego de sangre y peligroso.
En mi camino, el palo es percibido como un oráculo que entrega la madre naturaleza para que hombres y mujeres aclaren su sendero. En ese andar, el garrote aproxima a su portador a la realidad del duelo comprendiendo que el primer duelo es consigo mismo.
El proceso de encuentro con lo interior de cada uno se revela gracias a otros cuerpos que ceden su carne, su sudor y habilidades, para que uno mismo descubra las propias, esta marcha cultiva el respeto por el otro, al mismo tiempo que reivindica como percibimos nuestra forma de relacionarnos en la cotidianidad.
Podría decir que gracias a otros cuerpos me apropio del mío y re-significo las relaciones humanas.
Un hombre, un palo
Por una relación de causa-efecto, toda acción (ritual o profana) genera un resultado.
El karma es el peso, la carga de los actos profanos buenos o malos, transcurridos en el curso de las existencia; desde esta perspectiva concibo el camino del palo.
En mi pensamiento, el palo es el punto de apoyo que sostiene esas acciones que retornan a mí, como causa-efecto (Karma), es el soporte donde me detengo a pensar sobre las contradicciones culturales que nos envuelven.
Este soporte tiene diversos nombres según la cultura que lo guarde: garrote, estaca, tranca, cayado, cachiporra, vara, bastón, porra, palo, macana. Todos estos nombres esconden su esencia mística, primitiva, popular y violenta.
El palo fue el maestro que reveló mis propias violencias, mis propias formas de agredir, no sólo a terceros; las primeras embestidas de mis violencias acometen a mi propia psique y emociones.
El dolor causado por el palo bien tirado, franco y honesto en la práctica disciplinada se convirtió en un instrumento de evaluación; no sólo de la técnica y el sistema de juego, en realidad se tornó el maestro que confrontaba mis creencias, mis conocimientos, mis habilidades, pero sobre todo mi ego.
“El hombre sensato es un guerrero. Debe aprender a pelear, pero tratando de conseguir dos cosas: primero, la ayuda del santo, es decir, de un nivel sobrehumano de consciencia; segundo, combatir convirtiendo la lucha en danza inofensiva al lado del enfrentamiento mortal.” Briceño Guerrero
Cada ser humano al iniciar este proceso de aprendizaje encuentra su palo, su garrote; descubrirá la medida del leño que necesita para plantarlo como apoyo cada vez que camina.
Miserias cotidianas
La reflexión está hoy decantada, continúa desarrollándose, pero en aquellos tiempos era una guerra a puñaladas permanente conmigo mismo. No es muy entendible porqué una persona va todos los domingos a recibir palos, golpes recios al cuerpo. Entrar en una forma de vida que no está contemplada en lo deportivo, que no tiene grados, que no es conocida, que no cultiva lo estandarizado y aceptado en los imaginarios colectivos del cuerpo campeón, del cuerpo fitness, del cuerpo de moda.
Una anécdota interesante es cómo las articulaciones de los dedos se inflamaban, al punto de no poder cerrar la mano, esto producido por los golpes que recibía la mano por falta de educación del movimiento del esgrimir y defender de otro palo que venía. Muchas veces el palo llegaba a la rodilla por no moverme bien cuando me tiraban barre campo.
Recuerdo hacer la cola del autobús para regresar a casa con un aspecto nada confiable; empapado de sudor, mal oliente, cojeando, con la frente partida, con un gran chichón. Con aspecto famélico.
Durante la semana el cuerpo se recuperaba, al mismo tiempo que se practicaban los movimientos y conceptos qué debatíamos los domingos.
El domingo en la mañana al sonar el despertador, lo primero que pasaba por mi cabeza era: ¿será que hoy asisto al entrenamiento? Buscaba cualquier excusa para quedarme en casa; que lloviera, que me llamaran con alguna situación que merecía mi presencia para ausentarme de la practica del patio.
Excusas miles, pasaban por mi mente al mismo tiempo que resonaban las palabras de los maestros. Pero la realidad era que si no entrenaba ese domingo, el resto de compañeros (que al igual que yo atravesaban sus contradicciones) avanzarían en sus habilidades y comprensión del juego y los palos que yo recibiría en el próximo encuentro serían mayores y más contundentes.
Realmente el miedo era quién me sacaba de la cama, miedo a los palos, a la mirada de los compañeros, miedo a no encontrar el apoyo que buscaba. Un miedo que aun hoy se aloja en el pecho, miedo que siempre nos acompaña y al que tenemos que hacerle frente durante toda la vida.
¿Cuántos miedos me rodean y cuántos habitan dentro de mí?
Esta pregunta es lo que el palo me entregó, cada quien debe buscar su camino, comprender sus circunstancias y jugarlas.